Estados Unidos votó y el resultado puede considerarse, a modo de consuelo, como algo histórico. En el candidato republicano Donald Trump, una incuestionable mayoría ha elegido a un presidente que lleva casi una década construyendo su perfil con base en la misoginia y el racismo, así como alardeando con mentiras evidentes. Para Estados Unidos, su triunfo representa el comienzo de años autoritarios que, en política doméstica, irán acompañados de la apropiación de los tribunales de justicia, del desmantelamiento de las instituciones democráticas, de la brutalización de la política migratoria y de la descomposición del estado social.
La elección de Trump también representa un viraje reaccionario de rechazo al “mas de los mismo” con lxs demócratas, quienes no pudieron realizar una propuesta creíble para cambiar el rumbo en medio del escenario de crisis global. Resulta evidente que la promesa liberal de progreso ya no es capaz de despertar ni confianza ni esperanza, y que ella hoy en día no significa mucho más que un manejo de la crisis con tinte progresista. El hecho de que el proyecto autoritario de un populista de derecha aparezca como la única “alternativa” tangible da cuenta de la derrota de una esperanza, especialmente porque, después de ocho años de su primer triunfo electoral, el éxito de Trump ya no puede ser visto como algo accidental o como el resultado del voto de castigo.
La presidencia de Trump seguirá profundizando la crisis del orden mundial dominado por Estados Unidos. En última instancia, sus amenazas de reconsiderar su respaldo a la OTAN y de frenar el envío de armamento a Ucrania, así como la movilización de la población árabe-estadounidense con una presunta promesa de paz para Gaza, resultaron decisivas electoralmente. Una cosa está clara: los supuestos intereses nacionales son prioridad en el nuevo orden mundial emergente.
Más allá de Estados Unidos
El “Make America Great Again” de Trump se ha convertido en un grito de guerra cuyo espíritu ha sido incorporado por múltiples fuerzas de la derecha autoritaria alrededor del mundo; en una política del resentimiento a la que corresponde el deshacerse de todxs aquellxs que supuestamente no pertenecen al país, puede interpretarse, tanto aquí como en otros lugares, como un aviso del fin de la sociedad multicultural de inmigración. Esta política promete seguridad económica y policial hacia el interior, financiada mediante un repliegue frente a la responsabilidad con el mundo. A su suerte queda la situación del mundo, marcada por crisis y catástrofes, en una época en que casi todas las cuestiones relevantes –y que también tienen una repercusión sobre la población estadounidense– tienen un carácter global: desde la catástrofe climática hasta los retos más decisivos en materia económica. Pareciera como si, en el peor de los casos, resultara más factible volar con Elon Musk rumbo a Marte antes de dar una solución a los problemas aquí en la Tierra.
Las consecuencias de esta política se harán sentir entre lxs despojadxs de sus derechos y la población necesitada, como pasó en Afganistán en 2021 tras la retirada de las tropas estadounidenses anunciada por Trump y llevada a la práctica por Biden; o durante el abandono de la región fronteriza del noreste de Siria por parte del ejército estadounidense, que hizo posible la ampliación de la ocupación turca. En esta ocasión, también puede darse por hecho que lxs palestinxs, kurdxs o ucranianxs pagarán el precio del “America First”.
Promesas incumpidas
Ahora posiblemente esté llegando a su conclusión algo que, en retrospectiva, se venía delineando gradualmente desde hace años. Tras el fin de la Guerra Fría, el Occidente bajo el mando de Estados Unidos enarboló la promesa de democracia, derechos humanos y libertades universales; se veía a sí mismo no sólo como el vencedor de la historia del siglo XX, sino que consideraba que la misma había llegado a su fin, lo que lo hacía merecedor de un papel preferencial como administrador del presente. A más tardar con la “guerra contra el terrorismo” hace más de dos décadas que, en muchos lugares, suprimió los derechos humanos universales, el proyecto de Occidente y su defensa de la democracia y los derechos humanos adquirió fisuras profundas. Las guerras y las operaciones militares libradas bajo este pretexto fueron legitimadas con democracia y libertad, conceptos grandilocuentes que se revelaron como promesas insostenibles. Así, la guerra de Irak inició con una mentira en 2003 y, si bien con ella terminó el régimen asesino de Saddam Hussein, al día de hoy el país no se ha recuperado aún de la transformación neoliberal introducida en el país bajo el postimperialismo estadounidense. Todo lo contrario: el Estado Islámico y su campaña de terror multiplicaron el trauma ocasionado por la brutalidad de la violencia. En Afganistán, cientos de miles de personas intentaron atropelladamente abandonar el país, tras veinte años desde el inicio de la operación militar estadounidense. Hasta el día de hoy, aquellxs que no lograron escapar permanecen dejadxs a su suerte por quienes prometieron brindarles derechos. La incapacidad de la comunidad internacional para frenar al régimen de Assad en su guerra criminal en contra de su propia población y garantizar una asistencia humanitaria apropiada se convirtió en otro hito de la ruina de las instituciones multilaterales; el bloqueo de Rusia y China en el Consejo de Seguridad de la ONU hizo prácticamente imposible cualquier iniciativa humanitaria o de pacificación.
Hasta el día de hoy, lxs defensorxs liberales de las potencias del orden occidental continúan evocando los viejos principios, sólo para traicionarlos al instante. En ningún otro contexto esto resulta tan evidente como en el apoyo de la política israelí en Gaza: entretanto, Estados de gran relevancia para Occidente como Alemania y Estados Unidos pasan por alto el derecho internacional o lo instrumentalizan cuando ello sirve a sus intereses. De esta manera ignoraron rotundamente la exigencia de la Corte Internacional de Justicia (CIJ) –tras la demanda de Sudáfrica– para proteger a la población civil en Gaza y evitar un genocidio. Mientras muchxs en el Sur Global luchan por defender el derecho internacional y las instituciones multilaterales, también Alemania insiste obstinadamente en su propia razón de Estado. El dominio occidental en las instituciones multilaterales de las Naciones Unidas continúa desvaneciéndose: mientras la OTAN apenas y puede extender su hasta ahora vigente promesa de seguridad de manera convincente, nuevos centros de poder de reciente formación, como la alianza de los países BRICS, China o la Unión Africana, trabajan hacia la reconfiguración de las jerarquías globales. El resultado de todo ello sigue siendo incierto.
Todo esto es característico de los procesos políticos a nivel mundial, también en Europa y en Alemania donde, con la desintegración de la coalición semáforo, el “ciclo progresista” también parece estar llegando a su fin. Sin propuestas para la superación de los errores sistemáticos y con la idea de extender las condiciones presentes mediante capitalismo verde y una política social liberal, la “coalición del progreso” en Alemania ha fracasado; al día de hoy, ella deja como su legado político ante todo una resolución contra el antisemitismo que quizás sea el punto culminante de una política de la razón de Estado, que aboga por un Estado autoritario, que notifica a artistas críticxs la prohibición para ejercer su oficio y que busca controlar la inmigración a partir de la relación de las personascon Israel.
Contra la ignorancia del mundo
Lo que sustituirá a la coalición semáforo probablemente se sumará a la tendencia derechista-autoritaria global; una señal de ello es, al menos, el debate racista sobre migración de los últimos meses, centrado en el cierre de fronteras. Las derechas hoy convertidas en mayoría viven actualmente su momento en Europa: la segregación y la renacionalización se han convertido en tendencia.
Estos tiempos, en los que todo parece derrumbarse, exigen de la sociedad civil un alto grado de firmeza y de resistencia. El fin provisional de la promesa liberal de progreso, así como la expansión de las catástrofes, no eliminará las causas estructurales de la desigualdad y de las relaciones de explotación, sino que las agudizará. En estas condiciones difíciles, la necesidad de ayuda humanitaria seguirá aumentando. En vista de las constelaciones de conflicto a nivel global, llegar a aquellxs que viven en la necesidad más extrema ya no es algo que pueda darse por sentado, como lo muestra el caso actual de Gaza o desde hace ya muchos años en Siria. Por si fuera poco, la ayuda humanitaria y la lucha por los derechos humanos se han colocado en la mira del proyecto de dominio derechista-autoritario.
En su obra “Los orígenes del totalitarismo” (1951), Hannah Arendt argumentaba que la pérdida del espacio público era la causa decisiva para el surgimiento de movimientos totalitarios; esto sigue teniendo vigencia hoy. De nueva cuenta, la creación de espacios de discusión crítica y para la comunicación social es cada vez más importante; hoy, cuando en muchos lugares los espacios financiados con fondos públicos tienen que cerrar sus puertas, la ayuda humanitaria con carácter político tiene la tarea de abrir nuevos espacios y defenderlos. Sólo así puede refundarse una política de la memoria de perspectiva múltiple, que se corresponda con la sociedad de inmigración por la cual actualmente nos vemos obligadxs a luchar. Sólo así conseguiremos construir alternativas frente al odio, al racismo y a la ignorancia del mundo.
Anita Starosta dirige el trabajo de relaciones públicas de medico international. Además, la también historiadora es responsable de la comunicación sobre Turquía, el norte de Siria e Irán.